Portal de las Tinieblas

Sinopsis

  • Anécdota sobre la novela

En  la  década  de  los  70, una  familia  de  inmigrantes  adquieren  una abandonada casona  colonial  del s.XVIII en el puerto del Callao.   Allí serán amenazados por una maldición  causando  enfermedades y muerte.  En la lucha por adaptarse a la nueva ciudad  y  sobrevivir  a los  fenómenos  inexplicables,  la familia  se  involucrará  con sectas orientales y prácticas místicas. Descubrirán que tienen una peculiar herencia genética que les ayudará o los  condenará  al  destino  de enfrentar a las fuerzas del mal. Aprenderán que la realidad que conocemos es una más en un sinfín de mundos interconectados.

Novela basada en hechos reales, que narra los problemas emocionales y financieros que suscitan en la familia, mientras en un  relato paralelo  se cuenta la historia de un alquimista y sus actividades como buscador de tesoros enterrados.

Narración de suspenso y de claves esotéricas donde cada capítulo está relacionado con el simbolismo de los arquetipos del Tarot egipcio.

Anécdota sobre el inicio de la novela

El borrador de la novela que se convertiría en ¨El Portal de las Tinieblas¨ estuvo perdido, junto con un manojo de escritos, en una memoria para USB por mucho tiempo. Considerando que hoy en día, con los servicios de alojamiento de memoria en la web, el uso de tales dispositivos físicos se han vuelto casi obsoletos. El ¨pen drive¨ fue el reflejo de un disco duro quemado que dejé en mi casa de Lima cuando regresé a Japón por motivos laborales. Por entonces, mi hermano tenía una empresa en la tierra del Sol naciente; y yo, con el bolso descosido, no tuve mejor alternativa que aventurarme de nuevo en este extremo opuesto de mi querida Sudamérica. No soy escritor. Creo que cualquier lector avezado puede dar fe de mi confesión. Pero, uno de mis vicios desde la pubertad fue leer como un evangelista. Así, tarde o temprano, cometería la afrenta para el gremio escribiendo mis memorias y fantasías. Actividad impulsada por la necesidad de emular, aunque de manera burda, a mis héroes literarios. Siendo consciente de este hecho, dejé en el olvido todos mis sueños encerrados en la memoria electrónica.

En el invierno del dos mil veinte nos azotó la pandemia. Está de más narrar el efecto de dicho suceso. Siento que un granito más de tanta información terminaría empachando la web. Sin mucho que hacer y sin dinero para viajar, solía pasear por los lugares aledaños a mi vivienda. Japón es un país de ensueño para visitar. A cinco minutos en tren y pagando un boleto mínimo, llegaba a la fantástica isla de Enoshima. Intentar describir cómo se merece ese paraje de otro universo sería ocupar varias páginas del blog. En cualquier día del año, la isla permanece conglomerada de visitantes lugareños y foráneos. Pero, en los días de la cuarentena sentía que estaba varada a las orillas de la playa, sola para mí. Caminar por su puente cruzando el mar, subir por sus innumerables escalones acompañado de piedra y flora, orar en sus templos y visitar al dragón dentro de su caverna, era una rutina incansable. En las noches de invierno se encienden un bosque lleno de luciérnagas artificiales, impidiendo mi pronto retorno a casa.

No existe la casualidad, sino las causalidades, repite todo creyente en lo holístico a manera de mantra. Una noche que caminaba regresando a mi departamento, frente al templo de Enoshima Daishi, me encontré con una amiga que no veía en décadas. De haber estado concurrido el camino, no hubiera reconocido a Agatha. Ella, de facciones y contextura física común, se hubiera mimetizado en el gentío. Me sorprendió verla paseando sola en la isla, más por el gélido viento invernal que por un latente peligro de asalto nocturno. Mi alegría fue tal vez exagerada o influenciada por el desolado paraje, que al verla casi corrí a su encuentro. Al acercarme sufrí una pequeña decepción, porque Agatha reaccionó solo con una leve sonrisa y saludando a la manera oriental con una venia. Recordaba a la alegre niña de ojos vivaces recitando Bécquer con efusión. Caminamos juntos hasta el siguiente templo. El tiempo no había pasado para nosotros. Nuestro diálogo volvió a revivir a los escritores clásicos, mientras enterrábamos a los contemporáneos. Entonces, le comenté que había escrito varios relatos que abandoné sin ánimo de concluir. Cuando me preguntó del por qué de mi desidia, respondí que una narración en borrador es solo una roca cortada. Golpearla y pulirla era demasiado arduo para solo una actividad de pasar el tiempo. Entonces hizo algo impensable. Recitó un torpe poema de imágenes simples, algo larga y aburrida. Era un poema olvidado por mí, que naufragó dentro de mi manojo de escritos, y Agatha lo recordaba de memoria. Me alentó a culminar lo iniciado con la metáfora: nadie vuela sin el temor a aterrizar. Llegamos juntos hasta una bifurcación. Sin más puerto que mi pequeña habitación, desee acompañarla y prolongar nuestra amena conversación. Pero, Agatha iba al encuentro de otra persona, asunto que creí entender de inmediato. De manera cordial me despedí, no sin antes acordar una cita en un horario más conveniente. Mi alma se llenó con la breve charla literaria y pensé que no era un desperdicio volver a escribir. Si bien no tenía los borradores, sería interesante volver a golpear el teclado, y esta vez, hasta terminar de pulir las piedras de mi cantera. Pensaba animado en el fortuito encuentro mientras bajaba las escalinatas. Cuando, en la última imagen con que me topé en mi retorno, en una roca que adorna el marco de la diosa Benzaiten, vi un ¨pen drive¨. Muy sorprendido me acerqué. Ni de broma tomaría una memoria extraviada. No por honradez, sino por la inutilidad de averiguar su contenido e infectar mi ordenador. Observando una familiaridad con el objeto, lo cogí sin más. Temblé por el frío o fue por la sorpresa. Era mi memoria extraviada. Tenía una pegatina con los que suelo etiquetar a mis objetos personales. Me quedé pensativo. El misterioso hecho pudo haber ocurrido por la cantidad de veces que visitaba el mismo sitio con bolsos diferentes. Tal vez, la memoria USB pudo estar en un bolsillo de un saco de vestir o algún morral con que a veces acostumbraba caminar. El encontrarlo sobre el altar de la diosa Benzaiten no me sorprendió más que la coincidencia inicial. En Japón, los objetos extraviados son encomendados a la policía. Si son pequeños, sin más valor que el uso personal, suelen ponerlos en un lugar visible cerca de donde fueron hallados. Con el ánimo en las estrellas, regresé a casa canturreando. Lo primero que hice fue abrir los archivos de la memoria externa, recuperarlos y copiarlos en mi nuevo ordenador. Antes de acostarme leí mi rancio poema y tuve varias ideas para mejorarla. Deseaba compartirla de inmediato con Agatha.

Al día siguiente, dinámico y con el espíritu elevado, me fui a Enoshima para cumplir con la cita. El cielo de invierno es de un azul intenso. El sonido del oleaje y el saludo de las gaviotas hacían mis pasos ligeros. Cuando llegué al mismo templo de la noche anterior, me sorprendí de ver a la madre de mi amiga orando. Fue cuando me enteré de su deceso a principios de la década y cuanto ella amó la mágica isla.

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